El Mercado de Juchitán 2 de 3
Las mujeres jóvenes, gustan de encargarse de sus vendimias por las noches, porque se facilita la plática con los mozos del pueblo; a las primeras sombras, el parque se puebla de parejas y en los pilares de la portalada, surge un grupo de enamorados…
Yo me he detenido largo rato, escuchando los repiqueteos de su idioma, salpicado de picardías “en castellano” y una que otra frase hiriente en zapoteco, que mi intérprete analiza entre solapada risa…
Un mediodía, en la fuerza del calor he vuelto al Mercado de Juchitán. El piso, a tramos de ladrillo, dejaba ver sus huecos rellenos de tierra húmeda; en uno de los puestos de “varilla”, la vendedora se entretenía en acomodar horquillas y piezas de listón; sacudía de repente, con donaire y gracia, ayudada de una escobilla de cortas y débiles puntas, espantando las moscas. El puestecillo era común a los demás: una mesa forrada con tablas, hasta hacerla un cajón casi cuadrado, ni siquiera había barniz recubriendo la madera que con el uso, habíase tornado amarillenta; en la parte inferior, notábase el agua sucia salpicada…
Encima, poblado de cajitas de todos los tamaños, conteniendo la más variada policromía de chucherías: listones, hilos, ropa íntima de mujer, toallas, trapos para adorno, ¡de todo! No había hasta entonces, reparado en la mujer que vendía; me acerqué porque me atraparon los colores chillantes de las mercaderías. Me aproximé hasta tomar una toalla…
-Sería bueno comprar una toalla –pensé-. Y me acomodé de codos, para ir buscando la que mejor me conviniese--- La mujer que acomodaba listones y sacudía las moscas de vez en vez, con una escobilla de frágiles puntas, era una “juchi” ¡de una belleza admirable! Me impresionó notablemente. Vestía, como toda mujer de estos rumbos: su camisa bordada –huipil- con hilo amarillo y florecillas entrelazadas sobre fondo negro, dábale en sus mejillas un contraste de palidez exquisita; sus ojos negrísimos, escondíanse tras unos párpados brillantes de suntuosas pestañas negras, remangadas, formando una onda suave; sus cejas delgadas y parejas, tenían cierta coloración extraña que no era precisamente del negror de sus ojos, y una nariz recta y breve, delicada en el ángulo y finas las ventanas, por donde el sudor hacía su presencia; las mejillas pálidas, sonrosadas levemente, debajo del final de las cejas y la boca pulposa y fresca, de una tonalidad ligeramente encendida… ¡Yo no miré ya otra cosa! Me engreí, admirando la belleza auténtica de una mujer zapoteca, cruzada -¡qué duda había!- con alguna de esas desperdigadas razas europeas…
En el final de su trenza, había un listón de color chillante, anudado casi por encima de la frente…
-¿Cómo te llamas, mujer? –pregunté.
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